Hoy tuve una fría imagen al imaginar que llegaba a visitar a mis abuelos y me encontraba con un funeral. Pero un funeral sin público, sin que nadie se enterara de la partida de los difuntos, en el silencio del hogar que edificaron Pedro y Cecilia con la ilusión del matrimonio, hace 56 años. Es angustiante pensar que los familiares cercanos se van sin avisar, lo escribo yo que aún tengo a mi familia completa. Pero creo que es aún peor saber que tienes deudas pendientes con ellos, como un beso en la frente. No sé cómo se me cruzó la imagen del funeral sin velas, ni coronas, ni llanto y ni café, sino uno de silencio, moscas y olvido: ver que ambos murieron hoy, es aún incomprensible.
Desde hace un año, estoy trabajando en un libro que algún día publicaré sobre un estupendo actor de teatro, Edgard Guillén, que abandonó los inmensos escenarios llenos de gente y glamour, para enclaustrarse en su sala y celebrar la obra de viejos dramaturgos europeos en verso: como Shakespeare y Goethe. El tiempo que le dedico a este proyecto sigue llenando hojas, creando imágenes y escarbando recuerdos ajenos. El tiempo que Edgard dedica a su vida parece también pasar y continuar su camino adyacente, hasta que algún día su luz se apague, y no exista más que mis escritos para inmortalizarlo en el mundo. ¿Inmensa tarea, no creen?
Y ahí también están mis abuelos, echados en su cama y viendo la televisión hasta quedarse dormidos. Van cerrando los ojos, y a veces siento la presencia helada de quién visita a quienes ya tienen las maletas hechas, y me levanto a verlos y están bien. De vez en vez bostezan, y a veces conversan en voz baja sobre cosas que no logro aclarar, que suenan tiernas o, otras veces, preocupadas. Incluso, a veces, ríen. Hace años, encontré a mi abuela, en esa misma cama donde ahora ronca, viendo un video de Nirvana porque yo era baterista de una banda; ahora, la veo oyendo a Raúl Tola en el noticiero porque estudio periodismo. Últimamente, no encuentro mayor tranquilidad que ver sus pulmones hincarse bajo las sábanas, inhalando y exhalando, aunque ellos estén postrados ahí con los ojos cerrados.
Pero el capítulo que más me gusta del libro que escribo es el que menciono a un niño solitario conversando con las constelaciones, que después se hizo viejo y siguió solo, y perdió el corazón con la muerte de su único mejor compañero, un poodle llamado Oso. Ahora, a sus 72 años, Edgard es una persona que sólo se acompaña consigo mismo, tanto, que parecen un matrimonio donde el actor pidió como esposa a la soledad y no la suelta. Y beben café pasado. Tal como mis abuelos duermen, como dos amantes que supieron envejecer sin miedo a la muerte, pero sin acostumbrarse a los dolores de la vejez. Sólo que desde la muerte de su mascota, el actor dejó de soñar y hacer teatro para siempre en su casa. En cambio, mis abuelos siguen echados en su cama hasta quedarse dormidos y soñar.
Hoy tuve la muerte de mis abuelos pintada en la pared blanca de mi escalera, mientras subía a besarlos en la frente.
Cada vez que me siento a escribir, siento que redacto el prefacio de la muerte de un actor al que he aprendido a querer bajo la lupa de mi profesión, como un científico sobre un microscopio.
Lo común es censurar el tema de la muerte, para no apresurarla y quizás hacer que nunca llegue a hacer su trabajo. Así quizás podría tener a estas tres personas en perpetuo stand by para cuando la rutina me dé tiempo de visitarlas. Sin embargo, no es así como funciona la vida, ni la fría rutina. Lo poco común del caso es que divagando con la muerte hago que estas líneas sean el contexto perfecto para un sujeto que quiere exorcizarse de ella, para que el día que finalmente llegue esa triste imagen de la pared blanca, no sea espantosa sino más bien reveladora.
Desde hace un año, estoy trabajando en un libro que algún día publicaré sobre un estupendo actor de teatro, Edgard Guillén, que abandonó los inmensos escenarios llenos de gente y glamour, para enclaustrarse en su sala y celebrar la obra de viejos dramaturgos europeos en verso: como Shakespeare y Goethe. El tiempo que le dedico a este proyecto sigue llenando hojas, creando imágenes y escarbando recuerdos ajenos. El tiempo que Edgard dedica a su vida parece también pasar y continuar su camino adyacente, hasta que algún día su luz se apague, y no exista más que mis escritos para inmortalizarlo en el mundo. ¿Inmensa tarea, no creen?
Y ahí también están mis abuelos, echados en su cama y viendo la televisión hasta quedarse dormidos. Van cerrando los ojos, y a veces siento la presencia helada de quién visita a quienes ya tienen las maletas hechas, y me levanto a verlos y están bien. De vez en vez bostezan, y a veces conversan en voz baja sobre cosas que no logro aclarar, que suenan tiernas o, otras veces, preocupadas. Incluso, a veces, ríen. Hace años, encontré a mi abuela, en esa misma cama donde ahora ronca, viendo un video de Nirvana porque yo era baterista de una banda; ahora, la veo oyendo a Raúl Tola en el noticiero porque estudio periodismo. Últimamente, no encuentro mayor tranquilidad que ver sus pulmones hincarse bajo las sábanas, inhalando y exhalando, aunque ellos estén postrados ahí con los ojos cerrados.
Pero el capítulo que más me gusta del libro que escribo es el que menciono a un niño solitario conversando con las constelaciones, que después se hizo viejo y siguió solo, y perdió el corazón con la muerte de su único mejor compañero, un poodle llamado Oso. Ahora, a sus 72 años, Edgard es una persona que sólo se acompaña consigo mismo, tanto, que parecen un matrimonio donde el actor pidió como esposa a la soledad y no la suelta. Y beben café pasado. Tal como mis abuelos duermen, como dos amantes que supieron envejecer sin miedo a la muerte, pero sin acostumbrarse a los dolores de la vejez. Sólo que desde la muerte de su mascota, el actor dejó de soñar y hacer teatro para siempre en su casa. En cambio, mis abuelos siguen echados en su cama hasta quedarse dormidos y soñar.
Hoy tuve la muerte de mis abuelos pintada en la pared blanca de mi escalera, mientras subía a besarlos en la frente.
Cada vez que me siento a escribir, siento que redacto el prefacio de la muerte de un actor al que he aprendido a querer bajo la lupa de mi profesión, como un científico sobre un microscopio.
Lo común es censurar el tema de la muerte, para no apresurarla y quizás hacer que nunca llegue a hacer su trabajo. Así quizás podría tener a estas tres personas en perpetuo stand by para cuando la rutina me dé tiempo de visitarlas. Sin embargo, no es así como funciona la vida, ni la fría rutina. Lo poco común del caso es que divagando con la muerte hago que estas líneas sean el contexto perfecto para un sujeto que quiere exorcizarse de ella, para que el día que finalmente llegue esa triste imagen de la pared blanca, no sea espantosa sino más bien reveladora.
2 puntos de vista:
Obviando el tema de la vida / muerte, no me deja de llamar la atención los otros puntos subyacentes: la relacion abuelos /Guillen..se degusta tu nostalgia y aprecio a Guillen ya no desde la "lupa de tu profesión" sino bajo una mirada familiar. Que bueno es leerte otra vez.
Eduardo
Interesante, pero un poco soberbio eso de "inmortalizarlo" con lo que tu escribes. Guillen desde ya esta inmortalizado, por tantos grandes periodistas, fotografos, cronistas y gente de teatro que guarda lo que vio sobre un escenario cuando guillen lo pisaba. Ya esta inmortalizado hace mucho amigo.
Publicar un comentario