Sin Título

Por: Cedric Cáceres.


Saber que te despiertas con mi mente
atascada en tus pezones

y convives con ella
mientras te desvistes
mientras la hembra
entre tus piernas
ora mi nombre, en silencio.

me diluye los ojos en el sueño

me embarra las palabras mal cortadas

llenando de tendones

el café de la mañana.

El ladrón de libros

Fotografía: Pedro Jose Crespo B.
Por: Pedro Jose Crespo B.

La última vez que robé un libro fue mientras caminaba por la avenida Tacna, en el Centro de Lima, y me perdí. Entré por una solitaria callejuela de las que abundan, y de pronto, tuve una pequeña casa esquinada llena de libros viejos en la puerta, y muchos más dentro de ella. Lo que saqué de esa mañana, aparte del Anarquía de González Prada, fueron dos inquietudes: por un lado, me extrañó saber que robar no me daba ningún placer y, por otro, pensé que yo no podía haber sido el primero que, por pasión a la lectura y a la colección de libros, se haya cagado en el séptimo mandamiento de la ley de Dios.

Navegando en la web, en un artículo de elpais.com, se menciona que los ladrones de libros son tipos sobre los que es difícil depositar sospecha por algunas prejuiciosas razones: bien vestidos, educados, cultos y de buen gusto; pero ladrones al fin, dicen algunos comentarios. Sin embargo, diferencian los dos tipos de ladrones de libros que existen: los “reducidores”, que luego del robo venden el libro a un precio menor, cuestión que sucede muy a menudo en la UNMSM; y de los que leemos ahora, digámosles, “ladrones intelectuales”.

Este tema podría tornarse vicioso si es que se lee como un tema de delincuentes y oportunistas. Lo que aquí prevalece es el axioma de considerar a la cultura como un (vale la analogía) libro abierto, de donde todos pueden aprender si gustan. Un ejemplo claro, es el del escritor argentino Héctor Yánover. En su novela "Memorias de un Librero", narra sus años de experiencia como librero, y en conjunto justifica el robo (no de los reducidores, a quienes detesta) con la creencia que el conocimiento es un bien común. En ese caso, el ladrón de libros es una simulación de Robin Hood. Yánover concluye su pensamiento diciendo que el que no robó nunca un libro es, a la cultura, como el virgen al sexo. Y eso, sí está feo.

La diferencia entre quienes roban para lucrar y los que lo hacen para leer –dice una periodista uruguaya– es que “un amante de la literatura no se va a robar nunca un libro de Paulo Coelho o de Isabel Allende. Más bien vas a la casa de algún ladrón intelectual y te dice: me acabo de robar la segunda edición de El Innombrable de Samuel Beckett y de la Editorial Sur”. Y así, podríamos mencionar un Fitzgerald, o un Carver, o un Borges de las mejores editoriales y de las ediciones más vetustas. Porque a los ladrones no sólo les interesa tener la novela, sino darse el lujo de decir, por ejemplo, que es de una edición española limitada. Volviendo a González Prada, el libro era de la biblioteca de Juan Mejía Baca, uno de los más importantes bibliotecarios de Lima. Y, personalmente, les aseguro que en estos ladrones no existe mayor satisfacción que leer su nueva herramienta y atesorarla en su propia biblioteca, para de vez en mes, verla quieta y segura. Silenciosa entre sus tantas otras adquisiciones.

Otro ejemplo es Pablo Neruda, quién en repetidas ocasiones decidió meterse un libro en la chaqueta. Él decía que “un bibliófilo tiene infinitas ocasiones para sufrir, pero los libros no se le escapan de las manos, sino que se le pasan por el aire, a vuelo de pájaro, a vuelo de precios". Como el poeta chileno fue en un momento de su vida un bibliófilo de pocos recursos, en más de una ocasión usó la excusa del alto precio de un libro para robárselo, según cuenta una crónica de La Tercera de Chile.

¿Habría alguien capaz de impedir que los lectores viciosos sigan satisfaciendo esta necesidad inmoral? Se dice que Otón II, emperador del Sacro Imperio romano (967-983), en una guerra de expansión, ordenó abrir el armario del monasterio de Saint Gallen (Suiza) y se llevó un solo ejemplar en el que se podía leer la siguiente advertencia:

Que pierda su buena reputación, que jamás sea dichoso aquél que me robe.

Que arda en el fuego del infierno ese miserable.

Si cada libro tuviera esa inscripción, creo que sería más sencillo impedirlo. Pero como no es así, bienaventurados los Hoods de la justicia… ¿Y tú? ¿Qué libro te robarías?



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Significado en el arte contemporáneo.

Por: Eduardo Yalán

Quizá no sea novedad que el tema de denominar al arte contemporáneo como /banalidad/, como una mera representación estética sin un plano de contenido que la soporte, es un problema que se plantean “algunos” críticos que no encuentran mayor significado dentro de la producción artística contemporánea. ¿Que es arte?, ¿donde está la frontera que nos indica a referir a una obra como artística? ¿Una cama desarreglada expuesta en un museo puede ser arte? El debate comienza con lo que Danto llama pluralismo, es decir “todo es arte”, cito a Danto: “El nuestro es un momento de profundo pluralismo y total tolerancia, al menos (y tal vez solo) en arte. No hay reglas (…)” Si todo puede ser arte ¿Por qué tachamos de banal a las obras contemporáneas?

Se debe de entender el límite entre significado y significante , entre el contenido y la expresión de la obra, como éstas se desarrollan en la pieza artística y de alguna manera se enajenan, según algunos críticos, sin llegar a trascender hacia unos fines puntuales del arte, fines, dicho sea de paso, claramente enraizados en un tipo de estética y contenido anticuado y quizá caducado. Imaginemos pasear por la Trade Gallery de Londres, y pronto nos detenemos en la clásica escultura de Rodin; “El beso”. Admiramos su estética y nos ponemos sublimes, nos detenemos a analizar la obra y nos asombra mucho la imagen ya cotidiana para nosotros, sexual, intima, bien compuesta, inteligente. Dejamos de divagar con esa obra y de pronto nuestro gesto se amarga y contrae: vemos, a unos cuantos pasos, una cama desarreglada con condones usados, un calzón con sangre expuesto, pastillas, cigarros: caos. La obra es de Tracey Emin y lleva por nombre “my bed”. Instantáneamente uno se pregunta y sentencia “¿esto es arte? ¡Si esto lo puedo hacer yo! Que estupidez.”

Tachar una obra contemporánea de superficial es de alguna manera validar únicamente un interés estético de la producción artística, considerar únicamente que el artista desea lograr una construcción estética, desinteresada de toda manifestación e intención conceptual: este modo de definir a la obra de arte es el mismo que puede menospreciar a obras como la de la misma Tracey Emin en “Everyone i have slept with 1963-1965” o Félix González-Torres, en su obra “Perfect lovers”. Si contemplamos estas obras a simple vista anticuaria, este tipo de piezas instaladas en un museo de arte o expuestas a veces en la misma vía pública (como en el caso de Gonzalez-Torres) únicamente, creemos, buscan invocar nuestra risa, a la precipitación de llamarlas banales y superficialidades, enfocadas únicamente en una estética sin un fin y (hasta) sin un valor artístico. Gerard Vilar, a todo esto, increpa una cuestión ¿se puede hablar, entonces, de significado en la obra contemporánea? Pues sí. Hablar de significado ante lo que parece ser una exposición banal y estética es hablar de pluralismo, es hablar de la complejidad del mismo contenido de la obra para develarse, supone una decodificación exigente por parte del espectador de la obra; si esto es así, ¿podríamos desmentir una enajenación de significado dentro de la obra contemporánea? Sí. Y se valida ello porque existe una racionalidad dentro de la misma obra, dentro de todo ese caos que aparentemente ha formado el pluralismo posmoderno en el arte, la obra se desarrolla en una exigencia racional dentro de su producción y su misma interpretación plural.

El esfuerzo de comprensión es lo que se necesita para capturar el significado de una obra de arte, en un ejemplo concreto y personal, cuando yo mismo aprecié la obra de Guido Molinari (arriba), en particular su “Mutación serial verde-rojo”, únicamente bosqueje una estructura estética, una comprensión superficial de la obra que no requería mayor compromiso de interpretación; "una tela con colores". Sin embargo, cuando se aplica el concepto de una comprensión ardua del contenido de una obra contemporánea, los significados saltan por doquier. Por ejemplo: las 24 fajas horizontales develan un ritmo en el cuadro, un tempo que se puede interpretar como cultural/contemporáneo, asimismo, sabiendo que la estructura impar de las fajas de colores manifiestan una producción de un efecto de inestabilidad de dinamismo, una especie de posmodernismo, sin centro moderno que la sustente, un desorden, un desinterés, Molinari apuesta por el 24 como número par, apuesta por la estabilidad, el estatismo, la modernidad, la estructura rítmica. Así también el número 24 (total de las fajas de colores) es un número cultural rítmico, relativamente importante en nuestra cultura (24 horas del día, etc.). Se puede decir que este cuadro, que al parecer llama a la risa somera producto de su (aparentemente) no muy elaborada estética, emana un reflejo fuertemente codificado de nuestra cultura, una significación que esta latente, una intención del autor por comunicar, un contenido que le otorga a la obra un valor. Existe pues un significado dentro de la obra de arte contemporáneo, y enajenar este mismo y extraerle teóricamente su “finalidad artística” supone negar el arte, quitarle las aristas de su desarrollo y expresión.


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