Por: Pedro
Por favor, ¡una cerveza!, respondió tranquilamente Illapu ante el cortés saludó del cantinero que pulía en círculos su barra. Se acomodó ahí mismo y prendió un cigarro negro para acoplarse al ambiente del bar. Bulla, luz tenue, mucho humo, olores desagradables: se percibían intensos en aquel sucio bar que en esta oportunidad nombraré como El Sol.
Dentro de la movida bohemia, este bar podría haberse hecho conocido como el pilar de los principales poetas, escritores, e ideólogos de la época; pero no, El Sol solo era un barcito que algún día fue, sucio y envejecido, lleno de ebrios desquiciados, bataclanas putrefactas y con pobre argumento. El dueño, Andrés Zacarías, ya contaba con 59 inviernos de vida, y asevero en inviernos porque la vida se mostró siempre negra y fría para él. Ese bar fue su único sueño cumplido. En los años 70, el bar se inauguró con las mejores perspectivas económicas y sociales. La barra de caoba iluminada con una luz fresca era el lugar más cómodo para aquellos que recitaban versos sueltos. Las nueces en vasijas doradas y ceniceros empedrados eran los detalles simpáticos, las mesas acompañadas de focos dirigidos las hacían ver como escenarios dispuestos a permitirle a cualquier persona a animarse a un monólogo. La clase alta contaba con un nuevo lugar amplio, muy bien iluminado y lleno de bohemia. Era un lugar sumamente espectacular. Como ya expliqué, el señor Zacarías no contó con la suerte prometida, y poco a poco fue viendo el suelo más cerca de su rostro, hasta que en un momento conoció el sabor del fango.
Illapu, sentado en la barra, inició la típica charla rutinaria sobre el trabajo, los amores frustrados y el dinero perdido con el cantinero que permanecía mudo. Procedió a dar primer sorbo de su cerveza con la mayor esperanza de refrescar la cansada tarde de trabajo mecánico. La encontró. La cerveza no solo era deliciosa, sino que guardaba una magia única de miles y miles de días de secretos del señor Zacarías. No se pudo controlar, que hechizo de dioses guarda en su frescura – se decía, y, sin sospecharlo, Illapu ya probaba el tercer sorbo del tercer vaso. Los cigarrillos se consumían al igual que la cerveza, e Illapu se perdía en la embriaguez. Acariciaba la barra sintiendo su superficie fresca y resplandeciente. Acercaba su mejilla para sentirla con más pasión. La olía y la volvía a acariciar. La barra se engreía y cada vez se mostraba más bella, él la lamía y le hablaba. De repente, como un trueno en plena luz del día, se escucha el dulce arpegio de una guitarra barata buscando la afinación exacta para una voz aguda. Illapu, gran mediocre en instrumentos pero amante de la música, voltea con agrado y con la esperanza de ser participe de un buen espectáculo. Agárrense!, gritó por ahí un andrajoso borracho. ¡Silencio todos!, exclamó otro bebedor con una copa de tinto en la mano. Esto no puede ser malo, pensó Illapu sonriente, y gozó una vez más del sabor de su exquisita cerveza, matizando su aroma y sabor con el cigarro negro, mezcla que, al ser adherida a su mismísimo centro, lo elevó al divino placer de la erección.
El cantinero cantante, el borracho del pañuelo azul en el coro, el músico rígido en la guitarra barata, un pelón en las cucharas, y un par de meretrices en las palmas. Y así inició, un ligero sabor a son cubano y vals criollo, una combinación extraña, pero preciosa a los oídos. El público emergía en goce y diversión, las cervezas se vendían cual pan caliente y crujiente, y los silbidos casuales prestaban un sabor bochinchero a un buen ritmo improvisado. Ebrios sobre las sillas, espuma burbujeante cayendo al suelo, escotes despampanantes mostrando los secretos, cenizas como murciélagos posándose en los cabellos, yerbas aromáticas irritando ojos sangrientos: eran “Los Borrachos” en una sesión de ditirambos en nombre de Dionisio.
Las cervezas hacían su peculiar efecto e Illapu optó por ponerse de pie para dirigirse al baño. Las sillas se le atravesaban en su paso redoblado, pero él solo las esquivaba y maldecía. La camisa se le escapaba del pantalón, al igual que unas muecas inescrupulosas se le escapaban de su rostro chapado a la antigua.
Bastante sucio es un buen eufemismo para describir la mierda en que se encontraba sumergido el “baño de caballeros”, pero que se iba a hacer, la necesidad suele hacer cosas sorprendentes. Se bajó la bragueta, apuntó cerrando un ojo para ser preciso y, luego de terminar su típico rito de observar a los lados cuidándose de cualquier sorpresa homosexual, empezó a descargar los varios litros ingeridos previamente. Silbaba al compás del ritmo de la guitarra, que aún en el baño gozaba incansablemente. Llegado el fin de la entrega al urinario, se observó en el espejo, y mientras se acomodaba aquel cabello rebelde que se paraba en el surco de su raya al lado, percibió a una sucia mujer a sus espaldas. Illapu dio un brinco del susto y se golpeó contra el lavamanos. Sin darse cuenta, ya tenía una jeringa sucia inyectada en su cuello. No existía dolor, pero si la sentía muy profunda. Los efectos cambiaron, luego, un liquido terroso lo hacía estremecerse de ardor, como si el veneno corriera por sus venas, se expandiera entre sus músculos y le llegara hasta el cerebro donde ejercía su poder absoluto e iluminaba todo a su alrededor con colores de neón. Después, sintió que sus manos, sus piernas, su barriga y labios se iban inflando, su cuerpo crecía empachándose de tierra. En seguida, una explosión. Poco a poco, el buen Illapu se fue desahuciando, se encogía, se desinflaba, sus ojos temblaban, hasta que terminó rendido en el suelo mojado y sucio, estaba hecho trapo en aquel baño de piso de losetas ausentes y cubierto de colillas orinadas. Los ojos no se le cerraban, mientras más temblaban, más se le expandían. Era muy conciente de lo que ocurría en ese momento. El bar sollozaba por la felicidad de una nueva canción al público que se encontraba hilarante. Los punteos de la guitarra eufórica soltaban ¡olés! acompañados por bruscos zapateos. El alcohol desapareció de su organismo, sobrio como un colegial, fue arrastrado por aquella decrepita que no paró de jalarlo hasta una siguiente puerta, que a simple vista era difícil percibir por la confusión que creaban sus colores. Inaudito, era un nuevo cuarto, un dormitorio terrorífico, un aposento macabro. La anciana lo besó apasionadamente, tan intensamente que él sentía que le robaban el alma. Todo su cuerpo temblaba en aquellos brazos ochentones cubiertos de piel reseca y cicatrices. Ella erizó sus largas canas y, sacando un cuchillo para cortarle la garganta, le arrancó los labios y empezó a beber de su sangre.
¡Oiga!, le gritó el cantinero, ¿otra cerveza?.... No gracias, es suficiente, le contestó Illapu anonadado por lo sucedido. Pasó su mano una vez más por la superficie placentera de la barra resplandeciente, e inclinó la cabeza para asegurarse en silencio que estaba en la verdadera realidad. La música seguía revoloteando a los visitantes del escandaloso El Sol. Cuando, de repente, una bella mujer, tan resplandeciente como una violeta en flor de juventud, mete su mano helada bajo su camisa, e Illapu da un brinco enérgico exigiendo socorro. Volteó, y ahí estaba ella. Ella porque solo era Ella. La observó y no podía creer que tal belleza visite un lugar como El Sol. Ella le pide un cigarrillo, con aquellos ojos brillantes y arrasadores como estrellas fugaces, y él se lo brinda. Se lo enciende caballerosamente, deseando infinitamente aquellos labios de color sexo, y la miró salvajemente a los ojos, ojos que tampoco dejaban de observarlo.
La belleza acercó sus labios al oído atemorizado de Illapu, y le susurró una invitación al baño de mujeres; segundos después, justificó su impaciencia con una sutil confesión de necesidad. Ella no dejó de repetir avergonzada que era la primera vez que hacia semejante locura, él la miraba estupefacto sin importar si era el décimo hombre que la acompañaba aquella madrugada. Solo la deseaba, a quien le importaba esos inocuos detalles. Illapu voltea el rostro para observar el panorama de la fiesta que parecía estallar, y todo se convirtió en un silencio sacramental: las guitarras se callaron, las canciones se silenciaron, las cucharas se congelaron, la vida pausó. La pareja, agarrada de la mano, seguía caminando hacia el baño en su mundo erótico, cuando dentro de la gente, Illapu mira a la vieja señora sucia que apuntándolo con un arma, le gritó que nunca debió de haber aceptado tal invitación. Sonó el disparo y sintió el calor de la bala en el pecho. El calor era acompañado de un pequeño hormigueo. Observaba el chisguete de sangre desde su corazón manchando la espectacular barra, y mientras Illapu caía nuevamente al suelo rendido, se reiniciaba la jarana. Una nueva canción sonaba alegre de la tierra al cielo, Dionisio bailaba. La desdicha de Illapu creó un nuevo ambiente, y la madrugada se tornó displicente y desvergonzada. Todos bailaban y coreaban sobre la sangre regada que cada vez decoloraba más a Illapu. Él solo moría, y la bella mujer lo seguía arrastrando por el suelo con rumbo al baño. El sonido de los brindis se propagaba por todo el bar, al igual que los gemidos y las risas. Las luces se iban volviendo más intensas para los ojos convalecientes de Illapu. Sus labios se resecaban, su cabello se erizaba y caía. Una sangrienta escena con toques magistrales de Tarantino establecía un nuevo estilo de melodía macabra que acompañaba a la guitarra con el chispoteo de sangre en las suelas de los que bailaban. El mundo seguía invirtiendo su mensualidad laboral en alcohol y cocaína, mientras el Illapu de Vallejo solo seguía muriendo. Y luego, lo percibían cien, mil, diez mil, pero él únicamente insistía en seguir muriendo.
Señor, ¿otra cerveza?, insistió el cantinero con el secador en el hombro derecho. Aunque la cerveza nunca se acaba, le recomiendo que continúe con otra, le aconsejó mientras secaba la fina madera de la superficie de la barra. Illapu, pausando el canto de aquella antiquísima melodía que interpretaba el coro, le respondió, enfático: ¡porque no!. Al terminar su cerveza, más deliciosa que la ambrosía del Olimpo y más refrescante que la brisa del Caribe, Illapu se puso de pie. Se dirigió por entre la muchedumbre sudorosa a la puerta de salida. Una mano sospechosa lo cogió del hombro y lo obligó a voltear hacia ella. Aturdido por todo lo ocurrido, unos escalofríos nacieron de la parte baja de su espalda y subieron helados hasta el cuello.
Antes de poder abrir la puerta y escapar de este maldito antro, una voz aguardentosa lo despidió amablemente. El señor Andrés Zacarías le agradeció la visita con el humor de un padre amoroso y lo invitó a regresar pronto. Illapu aceptó gustoso la invitación y salió de El Sol, pero el sol ya había salido. Solo caminó tambaleándose buscando una nueva luna.
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3 puntos de vista:
Pedrito me encanto, es primera vez que leo algo tuyo porq nunca me dejaste leer ninguno... bueno hasta ahora. Quiero que sepas que me hiciste sonreir todo el tiempo mientras lo leia, porque cada cosa que escribes siento haberla escuchado de tu boca en algun momento. te quiero mucho y sigue escribiendo por que me di cuenta que estas echo para esto. besos.
Gracias karlita!, nada como la satisfacción de gustarle a la gente, y más si son amigos tan importantes y a los cuales se quiere tanto como a ti.
Siguenos leyendo!...
besos
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