Leer a Truman Capote es para cualquier amante de la literatura una oportunidad para conocer una bendición de estrategia particular entre su especie y un sentido único para angular historias en hechos cotidianos. Capote es, en pocas palabras, un individuo excepcional, fuera de este mundo, que como camaleón se ajustó a las circunstancias de los años 50´s y 70´s para plasmar en el papel lo que sus deseos canalizaban por sus dedos. Con lo que llevó, no solo a expandir lo antes mencionado entre su público lector, sino crear un nuevo género periodístico hasta hoy utilizado: la novela de no ficción o la novela testimonio, el inicio de lo que Gabriel García Márquez inauguraría en Latinoamérica, o Kapuscinski en occidente: el Nuevo Periodismo.
A sangre fría relata el asesinato de cuatro miembros de la familia Clutter en Kansas (Yanquilandia), por dos maleantes de toques homosexuales que acuden a este asesinato con el fin de robar una cantidad de dinero que nunca existió (llegaron por 10 000 dólares, se fueron con menos de 100). Capote investiga, paralelo a todo el sistema judicial, el crimen desde una butaca privilegiada, explota su popularidad como literario para ingresar en los recovecos más íntimos y pertinentes de los asesinos, conmocionó el mundo con su trato periodístico, me fascinó con sus manías y seducción labial, sin duda alguna enamoró al asesino para hacerlo hablar. Hazañas bastante admirables, ya que conseguir información de un juicio que está en proceso es más que suficiente para criticas moralistas y sociales que, sobretodo, la jurisprudencia no perdona. Más impactante aún es el modo en que Truman teje su relato, con un crimen que no es develado hasta mucho después de la mitad del libro y en que innumerables logros por parte del narrador mantienen al lector sumergido en una incertidumbre pasional de la que no se le permite descansar. Leer A sangre fría es una adicción sicológica que busca desahogar curiosidades, repelar temores y vivir en carne viva el lado más podrido de una mente desahuciada que, como cualquiera de nosotros, podría llegar a sucumbir en cualquier instante. Es lo antagónico de nuestra vida normal, como Dostoievsky en Crimen y Castigo, juega con el perfil asesino de la convalecencia mental, del consuelo enfermizo y de la manipulación desgarradora. Extrañamente, mientras Truman escribía esta historia su vida fue sucumbiendo por su neurótica necesidad de consumar su obra, que le costó cerca de seis años de su vida, tiempo que debía esperar a que concluyera el juicio de los asesinos, y tiempo en que no deseaba más que la pena de muerte a los criminales para apoderarse del trágico final y concluir su genial libro. Esos seis años de espera, sulfuraban gradualmente a Capote obligándolo a iniciar un consumo habitual de alcohol y drogas, a explotar su imagen homosexual y jugar el papel de Dios sobre el público que moría idiotizado ante su presencia hipnotizadora y verbo sexuado.
La prensa de su época buscaba endémicamente, en su histrionismo perverso, alguno de sus típicos comentarios mordaces para esclarecer la ambigua personalidad que Capote mostraba frente al mundo, un hombre dedicado, soberbio, analítico, irónico, narcisista, critico; gran amigo de Marilyn Monroe, Andy Warhol, los Rolling Stones, sin dejar de lado su particular voz estrepitosa, afinada agudamente como la de una niña engreída… esa genialidad oscura en un alma que se acalambraba, tantas cosas en solo un individuo.
Termino poniendo un axioma con el que Truman Capote desnuda su ímpetu y cotidianidad, lo dejo a vuestro juicio: “Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio.”
A sangre fría relata el asesinato de cuatro miembros de la familia Clutter en Kansas (Yanquilandia), por dos maleantes de toques homosexuales que acuden a este asesinato con el fin de robar una cantidad de dinero que nunca existió (llegaron por 10 000 dólares, se fueron con menos de 100). Capote investiga, paralelo a todo el sistema judicial, el crimen desde una butaca privilegiada, explota su popularidad como literario para ingresar en los recovecos más íntimos y pertinentes de los asesinos, conmocionó el mundo con su trato periodístico, me fascinó con sus manías y seducción labial, sin duda alguna enamoró al asesino para hacerlo hablar. Hazañas bastante admirables, ya que conseguir información de un juicio que está en proceso es más que suficiente para criticas moralistas y sociales que, sobretodo, la jurisprudencia no perdona. Más impactante aún es el modo en que Truman teje su relato, con un crimen que no es develado hasta mucho después de la mitad del libro y en que innumerables logros por parte del narrador mantienen al lector sumergido en una incertidumbre pasional de la que no se le permite descansar. Leer A sangre fría es una adicción sicológica que busca desahogar curiosidades, repelar temores y vivir en carne viva el lado más podrido de una mente desahuciada que, como cualquiera de nosotros, podría llegar a sucumbir en cualquier instante. Es lo antagónico de nuestra vida normal, como Dostoievsky en Crimen y Castigo, juega con el perfil asesino de la convalecencia mental, del consuelo enfermizo y de la manipulación desgarradora. Extrañamente, mientras Truman escribía esta historia su vida fue sucumbiendo por su neurótica necesidad de consumar su obra, que le costó cerca de seis años de su vida, tiempo que debía esperar a que concluyera el juicio de los asesinos, y tiempo en que no deseaba más que la pena de muerte a los criminales para apoderarse del trágico final y concluir su genial libro. Esos seis años de espera, sulfuraban gradualmente a Capote obligándolo a iniciar un consumo habitual de alcohol y drogas, a explotar su imagen homosexual y jugar el papel de Dios sobre el público que moría idiotizado ante su presencia hipnotizadora y verbo sexuado.
La prensa de su época buscaba endémicamente, en su histrionismo perverso, alguno de sus típicos comentarios mordaces para esclarecer la ambigua personalidad que Capote mostraba frente al mundo, un hombre dedicado, soberbio, analítico, irónico, narcisista, critico; gran amigo de Marilyn Monroe, Andy Warhol, los Rolling Stones, sin dejar de lado su particular voz estrepitosa, afinada agudamente como la de una niña engreída… esa genialidad oscura en un alma que se acalambraba, tantas cosas en solo un individuo.
Termino poniendo un axioma con el que Truman Capote desnuda su ímpetu y cotidianidad, lo dejo a vuestro juicio: “Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio.”
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