Cuando las palabras faltan, una hoja en blanco sonríe por ser aún inmaculada. Se rellena automáticamente de pinturas invisibles y promociona su delgado firmamento para millones de posibilidades reales, para inquietudes sofisticadas. Eso no pasa cuando las palabras sobran, allí cualquier superficie es subyugada a la tinta abyecta, a la idea coja; me refiero a esa que no solo escribe, sino a aquella que arranca la virginidad inocua del papel sumergiéndola en desolación. La hoja avergonzada de su utilidad vuelta inútil. A veces, cuando las palabras sobran, miles de hojas caen en basurales, son drásticamente desgarradas, su firmamento pasa de endeble a inexistente, penoso.
Cuando las palabras faltan, es aún más interesante que cuando sobran. Quizás las acciones valen más que mil palabras, pero esas mil palabras pueden ser más exquisitas, porque implican gramática, racionalidad, humanismo, sentido. Y, les aseguro, que estas son virtudes que las hojas aprecian. ¿Acaso una hoja cualquiera no estaría gustosa de ser parte de una de Dostoievski, quizás de Poe, o de García Márquez?. Por Dios, aún como humano dejaría que esos personajes escriban sobre mi cuerpo. Pero las hojas son silenciosas, aguantan todo. Y por eso, odio cuando las palabras sobran. Porque forman parte de un complot maquiavélico, no solo contra la naturaleza (por la tala de árboles que ocasiona), sino porque es una violación a un instrumento vital, a un arma de cultura. La virginidad del papel, que podría ser parte de –por ejemplo- diatribas espirituales, acaba siendo parte de sandeces ociosas, pensamientos inválidos.
Cuando las palabras faltan, es porque hay alguien que tiene la capacidad de aceptar que no tiene mucho que aportar sobre el tema ¡glorioso silencio! Es que ahora la gente piensa que tiene tanto que decir. Opinar de todo es natural en cualquiera, como si todo fuera tan simple, tan infundado como sus propias opiniones. Porque cuando las palabras sobran, la gente no deja de hablar y tropieza con la misma piedra, que luego justificará con el silencio, con el “es todo lo que tengo que decir”, y con el “que bien que te callaste”. Mejor permitirle al viento fluir con sus propios sonidos, a matarlos con penurias lingüísticas. Mejor dejar las flores morirse de frío, que usarlas para poemas tarados tratando de abrigarlas.
Cuando las palabras faltan, es mejor seguir callado sin temerle al silencio. Porque el silencio tiene su propia sabiduría, y aunque alguien tendrá un chiste para contarnos, esperemos sea inmediatamente capaz de callarse, para entender que cuando las palabras faltan, uno mismo puede darse cuenta que el silencio no es por incapacidad, sino por respeto a lo que los demás necesitan –realmente- escuchar.
Cuando las palabras faltan, es aún más interesante que cuando sobran. Quizás las acciones valen más que mil palabras, pero esas mil palabras pueden ser más exquisitas, porque implican gramática, racionalidad, humanismo, sentido. Y, les aseguro, que estas son virtudes que las hojas aprecian. ¿Acaso una hoja cualquiera no estaría gustosa de ser parte de una de Dostoievski, quizás de Poe, o de García Márquez?. Por Dios, aún como humano dejaría que esos personajes escriban sobre mi cuerpo. Pero las hojas son silenciosas, aguantan todo. Y por eso, odio cuando las palabras sobran. Porque forman parte de un complot maquiavélico, no solo contra la naturaleza (por la tala de árboles que ocasiona), sino porque es una violación a un instrumento vital, a un arma de cultura. La virginidad del papel, que podría ser parte de –por ejemplo- diatribas espirituales, acaba siendo parte de sandeces ociosas, pensamientos inválidos.
Cuando las palabras faltan, es porque hay alguien que tiene la capacidad de aceptar que no tiene mucho que aportar sobre el tema ¡glorioso silencio! Es que ahora la gente piensa que tiene tanto que decir. Opinar de todo es natural en cualquiera, como si todo fuera tan simple, tan infundado como sus propias opiniones. Porque cuando las palabras sobran, la gente no deja de hablar y tropieza con la misma piedra, que luego justificará con el silencio, con el “es todo lo que tengo que decir”, y con el “que bien que te callaste”. Mejor permitirle al viento fluir con sus propios sonidos, a matarlos con penurias lingüísticas. Mejor dejar las flores morirse de frío, que usarlas para poemas tarados tratando de abrigarlas.
Cuando las palabras faltan, es mejor seguir callado sin temerle al silencio. Porque el silencio tiene su propia sabiduría, y aunque alguien tendrá un chiste para contarnos, esperemos sea inmediatamente capaz de callarse, para entender que cuando las palabras faltan, uno mismo puede darse cuenta que el silencio no es por incapacidad, sino por respeto a lo que los demás necesitan –realmente- escuchar.
5 puntos de vista:
Que genial, Pedro sin duda el mejor texto que haz escrito hasta ahora....sin duda....me identifico mucho con él...
Saludos Eduardo.
Buen texto... interesante
Gracias, lo extenderé, hay algunos puntos que no toqué...
El autor (ja!)
Pedro
"Cuando las palabras faltan, es mejor seguir callado sin temerle al silencio. Porque el silencio tiene su propia sabiduría, y aunque alguien tendrá un chiste para contarnos, esperemos sea inmediatamente capaz de callarse, para entender que cuando las palabras faltan, uno mismo puede darse cuenta que el silencio no es por incapacidad, sino por respeto a lo que los demás necesitan –realmente- escuchar"
esta parte es la que mas me gusta, creo q el silencio es de sabios y no hay necesidad de hablar sino de pensar y callar
claro, como que la gente no aguanta el silencio, siempre tienen que hablar de algo, es como lo que dice Pedro.
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