Por: Pedro
No me considero exagerado al decir que estoy envejeciendo. Y junto conmigo, todos ustedes. Y no lo digo en son de pesimista, mucho menos de mártir, ni de precursor de las cenizas, lo digo porque aconsejo aceptarlo y quiero escribirlo. Sobretodo, porque es justamente este oficio –el escribir- el que me demuestra que cada vez estoy más cerca al lecho: R.I.P…
El envejecimiento como profesión
Escribir unas líneas es entrar en un estado de reflexión considerable. Dedicarle a cada palabra un espacio de cálculo, es indispensable. Afinar el instrumento –antes de iniciar a tocarlo- es parte vital de la melodía musical, que se complementa con la armonía, sobre la base del ritmo. Es igual con las letras, la progresión al escribir trasciende de monotonías, frivolidades, redundancias, lugares comunes. La preconcepción de la idea antes de escribir es in-omitible, sin duda alguna. Caben las improvisaciones y los cambios en medio del camino, pero definitivamente, el arte de escribir supone los períodos constantes de búsqueda de solidez narrativa, estructuración de personajes, creación de ambientes, el reflejo de inquietudes humanas y la justificación de la historia narrada. Mientras este proceso ocurre, ya estamos envejeciendo.
Así, cuando conocí a Illapu –protagonista de “Y al Final, la luna”- lo introducí con el deprimente perfil de burócrata reprimido que días antes armé con la idea de hacer un personaje olvidado, sin aliento. Me parecía agradable que su soledad justificara su locura y que sus tendencias suicidas se vean reflejadas en un constante asesinato a sangre fría por parte de la vejez, figúrese a “la vieja”, un temor al envejecimiento. Los balazos que lo carcomían eran su temor personal por no haber sido el sacristán que su madre siempre soñó, por no haber dejado de escuchar Hotel California aún siendo una canción diabólica, por no haber dejado el alcohol en un lugar donde no haya podido encontrarlo nunca más. El temor no solo a la vejez, sino a saber que la vida se te acaba y no actuaste bien. El envejecimiento de mis personajes es mi propio declive; y sus tormentos, los míos –la ancianidad del alcohol, de los sábados, de la tinta.
Aunque en la obligación de profundizar, pensándolo bien, creo que no me estoy haciendo más viejo, y ustedes tampoco. Solo es falta de descanso los fines de semana, aprender a decir NO a los bichos incitantes, evitar aditivos alteradores: un daño reparable. Ni siquiera pienso que la progresión de las palabras en un texto deba estar tan determinada, como mi vejez en el transcurrir del tiempo; y, aunque esta última sí cumple con sus promesas de cabellos blancos y piel deshuesada, no puedo asegurar que me pase toda la juventud escribiendo cosas sobre mi vida para ustedes.
El envejecimiento como profesión
Escribir unas líneas es entrar en un estado de reflexión considerable. Dedicarle a cada palabra un espacio de cálculo, es indispensable. Afinar el instrumento –antes de iniciar a tocarlo- es parte vital de la melodía musical, que se complementa con la armonía, sobre la base del ritmo. Es igual con las letras, la progresión al escribir trasciende de monotonías, frivolidades, redundancias, lugares comunes. La preconcepción de la idea antes de escribir es in-omitible, sin duda alguna. Caben las improvisaciones y los cambios en medio del camino, pero definitivamente, el arte de escribir supone los períodos constantes de búsqueda de solidez narrativa, estructuración de personajes, creación de ambientes, el reflejo de inquietudes humanas y la justificación de la historia narrada. Mientras este proceso ocurre, ya estamos envejeciendo.
Así, cuando conocí a Illapu –protagonista de “Y al Final, la luna”- lo introducí con el deprimente perfil de burócrata reprimido que días antes armé con la idea de hacer un personaje olvidado, sin aliento. Me parecía agradable que su soledad justificara su locura y que sus tendencias suicidas se vean reflejadas en un constante asesinato a sangre fría por parte de la vejez, figúrese a “la vieja”, un temor al envejecimiento. Los balazos que lo carcomían eran su temor personal por no haber sido el sacristán que su madre siempre soñó, por no haber dejado de escuchar Hotel California aún siendo una canción diabólica, por no haber dejado el alcohol en un lugar donde no haya podido encontrarlo nunca más. El temor no solo a la vejez, sino a saber que la vida se te acaba y no actuaste bien. El envejecimiento de mis personajes es mi propio declive; y sus tormentos, los míos –la ancianidad del alcohol, de los sábados, de la tinta.
Aunque en la obligación de profundizar, pensándolo bien, creo que no me estoy haciendo más viejo, y ustedes tampoco. Solo es falta de descanso los fines de semana, aprender a decir NO a los bichos incitantes, evitar aditivos alteradores: un daño reparable. Ni siquiera pienso que la progresión de las palabras en un texto deba estar tan determinada, como mi vejez en el transcurrir del tiempo; y, aunque esta última sí cumple con sus promesas de cabellos blancos y piel deshuesada, no puedo asegurar que me pase toda la juventud escribiendo cosas sobre mi vida para ustedes.
3 puntos de vista:
Que buena!.....oye ya van dos post que hablas acerca del evenjecimiento pero esta paja siempre sacas algo nuevo....no como el que escribe filosofía ajjajajajajjjaja ese es un tarupido!BOORING sauu ajajja
oye no que paja, cierto pues Illapu tampien tiene un poco de ti, me di cuenta en cada momento de ese formidable cuento, pero como tu dices, no te pasaras la vida contando de ti...saludos...de tu colega de blog.
Eduardo
"El envejecimiento de mis personajes es mi propio declive; y sus tormentos, los míos –la ancianidad del alcohol, de los sábados, de la tinta."
Siempre te admirare pedro...jaajaj como buen escritor que eres...
Eduardo
no nos estamos envejeciendo, sino macerandonos
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